El memorial del monte Osutaka: memoria, silencio y ritual tras el jal 123
Hay montañas que cargan historia, y otras que guardan silencio. El monte Osutaka pertenece a las dos. A simple vista es solo una ladera verde en la prefectura de Gunma, un lugar tranquilo perdido entre valles y árboles, pero para Japón es un punto donde el tiempo dejó de avanzar durante unos segundos. Aquí terminó el vuelo 123 de Japan Airlines, y aquí empezó una memoria que, casi cuatro décadas después, sigue viva en cada ceremonia, en cada ofrenda y en cada mensaje escrito por manos que no han olvidado.
Llegar al memorial no es llegar a un monumento, sino a un espacio que la sociedad japonesa ha convertido en un punto de encuentro con el pasado. No es un sitio de turismo ni un lugar para mirar desde lejos: es un camino que se recorre despacio, con respeto, casi siempre en silencio, como quien se acerca a algo que aún respira. El viento en estas laderas suena distinto, quizá porque aquí, cada año, cientos de personas suben para recordar, para agradecer y, sobre todo, para no repetir aquello que un día se rompió.
El monte Osutaka es parte tragedia y parte lección. Una herida que se convirtió en compromiso. Y entender este memorial es también entender por qué el JAL 123 sigue siendo, incluso ahora, uno de los accidentes más estudiados y más presentes en la memoria colectiva del país.
El camino hacia el memorial
Llegar al monte Osutaka no es solo una cuestión de coordenadas. Desde el pueblo más cercano, la carretera se va estrechando poco a poco, hasta convertirse en una vía de montaña que obliga a reducir la velocidad y a mirar con atención cada curva. No hay grandes carteles ni señales llamativas: el lugar se anuncia con discreción, casi como si Japón quisiera que lo encontraran solo quienes de verdad vienen a recordar.
Al dejar el coche, el paisaje cambia de nuevo. El asfalto da paso a un sendero de tierra y escalones sencillos, flanqueados por árboles que forman un pequeño túnel verde. En días de verano, el aire es pesado y húmedo; en días de lluvia, el suelo se vuelve resbaladizo. No es una subida extrema, pero sí lo bastante exigente como para que cada paso recuerde que aquí no se viene de paso: se viene a propósito.
A medida que se avanza, empiezan a aparecer pequeños indicios de hacia dónde nos dirigimos: una cinta blanca atada a una rama, una flor marchita al lado del camino, un cartel de madera con caracteres japoneses que pide silencio y respeto. No hay prisa. Muchos visitantes suben en silencio, otros en grupos pequeños. Algunos cargan flores, otros solo una mochila ligera y una idea muy clara: llegar hasta donde el vuelo 123 se detuvo para siempre.
Memorial en el monte Osutaka
El camino hacia el monte Osutaka nunca fue pensado como una ruta turística. La combinación de una carretera estrecha, un sendero de tierra y señalización mínima responde a una intención clara: que quien suba hasta el lugar lo haga con propósito. El esfuerzo moderado del recorrido forma parte del gesto de respeto hacia las 520 víctimas y hacia el significado que este espacio tiene para Japón.
El significado del monumento “昇魂之碑 – Shōkon no Hi”
Al llegar al claro principal del monte Osutaka, lo primero que aparece es una gran piedra gris con tres caracteres grabados en caligrafía japonesa: 昇魂之碑. A simple vista es un monumento discreto, sin adornos ni elementos que llamen la atención, pero para quienes conocen su significado tiene un peso enorme. Shōkon no Hi se traduce como “Monumento a las almas ascendidas”, una expresión profundamente ligada a la tradición espiritual japonesa, donde la muerte no se concibe como un final absoluto, sino como un tránsito que merece ser acompañado con respeto.
¿Qué significa “昇魂 – Shōkon”?
El término japonés 昇魂 combina los caracteres de “elevar” y “alma”. Es una expresión tradicional usada en memoriales para simbolizar el ascenso espiritual de los fallecidos. Representa respeto, acompañamiento y la voluntad de mantener viva su memoria.
El monumento fue colocado poco después del accidente como punto central de duelo. Su ubicación está cuidadosamente escogida: una pequeña terraza natural que mira hacia la zona donde el vuelo 123 impactó, escondida entre árboles y laderas estrechas. Muchos visitantes interpretan ese detalle como un gesto simbólico, casi como si el memorial vigilara el lugar exacto en el que terminó el avión. No hay placas metálicas, ni carteles turísticos, ni explicaciones extensas. La piedra habla sola, y lo hace con la sobriedad que caracteriza al duelo japonés.
Para quienes suben hasta aquí, el monumento suele marcar un cambio en la atmósfera. Incluso quienes no vienen por razones personales suelen detenerse unos segundos, hacer una pequeña reverencia o quedarse en silencio. El entorno ayuda: el aire parece más quieto, los árboles bloquean gran parte del ruido del valle y solo se escucha el viento. El Shōkon no Hi no pretende impresionar a nadie; pretende recordar. Y ese recuerdo, casi siempre, llega sin necesidad de palabras.
El papel de los monumentos en Japón
En Japón, los memoriales no buscan imponerse visualmente. Su función es ser un punto donde el recuerdo pueda reposar. La simplicidad del monumento del monte Osutaka refleja esa visión: no impresiona, acompaña; no explica, invita a la reflexión silenciosa.
En la cultura japonesa, los memoriales cumplen una función doble: honran a quienes ya no están y a la vez recuerdan a los vivos la responsabilidad de no repetir los errores del pasado. Por eso este monumento no es solo un gesto hacia las víctimas, sino una pieza fundamental en la memoria colectiva del accidente. Cada ceremonia, cada ofrenda y cada mensaje escrito por los familiares refuerza la idea de que el vuelo 123 no es un capítulo cerrado, sino un recordatorio que sigue acompañando a la sociedad japonesa casi cuarenta años después.
Shōkon no Hi’: monumento dedicado a las almas del vuelo 123
Las ceremonias anuales de Obon en el monte Osutaka
Cada año, en agosto, cuando Japón celebra el Obon —la festividad en la que se honra a los antepasados— el monte Osutaka vuelve a llenarse de pasos, de flores y de un silencio que lo cubre todo. Las ceremonias comienzan al amanecer. Los familiares de las víctimas, algunos empleados de Japan Airlines y monjes budistas ascienden por el sendero con calma, llevando consigo ofrendas sencillas: ramos blancos, pequeñas campanas, mensajes escritos a mano o pequeñas tablillas de madera.
Al llegar al claro donde se alza el monumento Shōkon no Hi, la atmósfera cambia. Los monjes toman posición frente a la piedra, encienden varillas de incienso y comienzan a recitar los sutras mientras el eco se mezcla con el viento de la montaña. No hay grandes discursos ni gestos teatrales. La ceremonia es sobria, casi íntima, incluso cuando participan decenas de personas. Japón tiende a mostrar su duelo hacia dentro, y aquí ese recogimiento se vuelve una parte natural del paisaje.
Durante la ceremonia, los familiares se acercan uno a uno al altar improvisado frente al monumento. Algunos inclinan la cabeza. Otros depositan flores o cartas dobladas que contienen mensajes que nunca llegaron a decirse. Entre ellos, siempre hay empleados de JAL vestidos con uniforme, un recordatorio de que la compañía sigue asumiendo públicamente el peso de lo ocurrido aquel día. Para muchos, ese gesto representa más que un tributo: es una forma de renovar el compromiso de que un accidente como el del vuelo 123 no vuelva a repetirse.
Persona orando en el memorial
A lo largo de la mañana, el claro se llena de pequeñas señales de vida: cintas blancas atadas a las ramas, botellitas de agua dejadas como ofrenda, fotografías de seres queridos que ya no están. Pero, a pesar de esos detalles, el ambiente no es de tristeza absoluta. Es un duelo contenido, sostenido, que permite que el pasado siga presente sin convertirse en una herida abierta. En Japón, recordar no significa revivir el dolor, sino asumirlo con serenidad.
Cuando la ceremonia termina, el monte recupera su silencio habitual. La gente desciende con el mismo respeto con el que subió. El sendero vuelve a quedar vacío, salvo por alguna flor que no resistió el viento. Y aunque las personas se marchan, la sensación de que algo permanece allí —algo que no se dice, pero todos entienden— acompaña al visitante durante toda la bajada.

